Salía todos los días a recibir el correo a la desviación del camino que llevaba a su casa donde había colocado un poste que soportaba una caja de madera con techo de hojalata para protegerla de la lluvia y amplio buzón por donde cabían paquetes medianos. También instaló una campañilla para que el cartero la hiciera sonar en caso de certificados o paquetes mayores. Llevaba viviendo más de diez años en aquella finca sin recibir ninguna carta y sin que el cartero se hubiera parado nunca en la curva cuando decidió retirar el poste con su receptáculo al comprobar que había anidado una pareja de verderones. La colgó en la fachada de la casa donde eclosionaron tres polluelos que un día saltaron al pino de enfrente en su primera aventura aérea. Las noticias siguieron sin llegar, pero la despreocupación del correo le trajo una tranquilidad que no recordaba haber tenido nunca.
En su vida profesional se había encargado de la correspondencia en la oficina de una empresa química y cuando se retiró al campo lo primero que hizo fue montar la estafeta de correos sin pensar que aquello había terminado. Cuando al cabo de los años desmontó el armatoste sintió que empezaba su jubilación. Aprovechó la liberación para abrir un cajón lleno de libros que se había llevado por si le daba por leer. Nunca había sido aficionado a otra lectura que la comercial por lo que no tenía idea de autores ni publicaciones. Había hecho la selección de un montón de libros arrumbados en el almacén donde se guardaban los archivos antes de pasarlos por la guillotina. Procedían de la limpieza que hizo el médico de la empresa en su despacho antes de jubilarse. Por no llevarse a casa aquellos libros antiguos que le habían regalado y que nunca había leído el galeno los mandó al desguace.
Como los títulos no le decían nada empezó por el primero que vino a las manos. Se trataba de una novela de pastas flexibles, 24 x 16, cuya portada reproducía un dibujo en color de dos rostros risueños uno de los cuales parecía una mulata. El título le llamó la atención: “Silencio triste, casi incómodo” por lo que se entregó con ardor a su lectura. Luego vinieron otros: “Los papeles del Santón Pitar”, “Noticias de una vida”, “Relatos para dejar de insultar a los demás”, todos con la misma firma. Siguió con el paquete que contenía “Hospital de batalla”, “La muchacha codiciada por el mar” de otro plumífero. Creyendo que aquello era el no va más de la literatura porque todos le gustaron, bajó al pueblo y le encargó al del puesto de periódicos que buscara la producción completa de aquellos dos autores. Al cabo de varias semanas se paró el cartero en la curva y a grandes voces anunció que tenía una carta. Fue la única que recibió en los treinta años en los que vivió apartado. Al abrir excitado el sobre encontró media cuartilla con el siguiente mensaje: autores totalmente desconocidos. Firmado: Paco el del quiosco.
CIRANO
Los servicios de correo siempre han sido torpes en su funcionamiento, y no digamos el que me surte a mi, el servicio nacional de reprografía, y el ISBN.
ResponderEliminar