Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Joseph! docta la imprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.
Se venía interpretando que este gran soneto de Quevedo canta a los autores de libros que le ayudaban a sobrellevar el destierro en Torre de Juan Abad, hasta que un erudito ha encontrado una clave mucho más plausible. Según la filosofía barata el culto de los muertos proviene de una creencia que linda con la aparición de la conciencia y el descubrimiento del alma por parte de los primeros humanos. Eran tiempos de despertar y de soñar al suponer que el pensamiento creaba la realidad. Se intuía que nada era si no podía ser pensado; y su viceversa: todo lo pensado no tiene más remedio que ser. En conclusión, se estimó que el espíritu de los difuntos retornaba al mundo para hacer compañía al ser dilecto. Los estudiosos interpretan que para merecer la custodia de un difunto se precisan méritos que solo el velado conoce y es por lo que la clase sacerdotal inventó el culto a los muertos con el fin de atraer su amparo. El apogeo de esta práctica lo alcanzó Egipto en sus buenos tiempos con ritos y monumentos ilógicos por lo que se ha sabido después.
Estudios realizados con grandes aceleradores de partículas han detectado un fondo de energía residual que concuerda con la idea del retorno espiritual de las almas para acompañar al amigo. Los datos apuntan a que todo individuo puede estar asistido por uno o más difuntos, pero que cada espíritu no puede proteger más que a un vivo. Eso hace que algunos anden huérfanos de compañía astral y otros, como el propio Quevedo, sientan que van sobrados de sombras. Está demostrado que la supuesta gracia no se corresponde con la idea que se tiene de los beneficiados. Personalidades tenidas por merecedoras de toda gloria andan huérfanos de consejo espiritual y desgraciados por los que nadie apostaría un real viven rodeados de un halo de almas. También hay que tener en cuenta el dato descubierto hace poco que exime del conocimiento personal del difunto para que éste se digne apoderar a quien considere oportuno. Es posible que a pesar del tiempo transcurrido y lo incierto de su existencia, alguien esté bajo el arrimo del mismísimo Pitágoras. Aparte de imaginar la compañía que nos asiste, se puede especular sobre el devenir del alma de personajes históricos. A mí me intriga saber si Helena de Troya se decidió por Paris, Menelao o, lo que me temo, por otro menos cantado.
CIRANO
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