Comenzó a divertirse
desde el mismo momento en que recibió su ansiado regalo, tan
esperado, en su mayoría de edad bien madura, después de soportar la
aburridísima cuarentena que impuso su hacedor, sin plantearse en
absoluto si le correspondía, pero que le dejó muy bien colocado con
una pléyade innumerable de fieles y adoradores, los que quedaron
tras haber borrado del terreno de juego a todos los jugadores del
equipo contrario.
Cierto que la ausencia de
rivales entristece el juego, pero su vivaz y divertido carácter
encontró rápidamente la manera de enredar las credulidades de sus
vasallos bien instruidos desde pequeñitos por una enseñanza
fervorosa que calificó de contrarios a las normas por ellos
inventadas, todas las sospechas posibles contra su persona sin
necesidad de que se protegiera bajo palio. La normativa estaba de su
parte y sus faltas, que no podían ser faltas, nunca se enjuiciarían
porque sencillamente no existían.
La diversión por tanto
estaba asegurada, siempre ganaba y guardaba sus cartas. Todos los
licenciosos que asombraron a sus conciudadanos resultaron ser meros
aprendices que no le alcanzaban ni a la suela de sus zapatos, y sus
dificultades le hacían sonreír. Porque todo era un puro
divertimento en un país de diletantes.
Como buen maestro y mejor
padre, enseñó e introdujo a toda su familia en el arte de depredar
en el que había obtenido y seguía obteniendo los mejores
resultados, de la misma forma que sus mayores le habían enseñado a
él. Pero no todos salieron tan diestros y los añadidos, faltos de
una capacidad genética genuina, cometieron errores que pusieron al
descubierto las entretelas de su verdadera condición obligándole a
abandonar antes de tiempo su bien trabajado chiringuito.
La diversión se hizo
ahora si cabe más interesante. No solo había que despistar a los
adversarios, también había que mantener la estela para que los
suyos siguieran explotando la mina familiar y gratuita que les
permitiera hacerse mayores sin contestación alguna. Pero lo tenían
difícil.
En último caso y visto
lo visto no quedaba más que un único recurso: marcharse del país,
lo que hizo con su acostumbrada dignidad dejándonos, algunas frases
esperpénticas definitorias de su conocida y dicharachera campechanía
como las carcajadas cuando le hablaron de pagar impuestos, o aquello
de “la justicia es igual para todos”, o “lo siento me he
equivocado, no volverá a ocurrir”. En resumen” ¡que me quiten
lo bailao!”.
LIBERTO
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