Caminaba
bajo una lluvia espesa con los papeles mojados en el bolsillo
pensando que al igual que se diluían las palabras escritas a tinta,
se estaría diluyendo su vida. Por eso no le dio importancia a la
pérdida irreparable que ocasionaba la desidia de un escritor
bohemio, muy cotizado, pero abúlico. Muy cotizado para la posteridad
se entiende, porque lo que es ahora no tenía donde caerse muerto. Al
llegar al cuchitril donde dormía -el resto del día se lo pasaba en
la calle provisto de papel y pluma, dedicado a escribir por los
parques o los andenes del metro donde se calentaba- tiró el gurruño
de papel a una cesta donde se amontonaban otros igual de arrugados.
La canasta estaba alineada junto a muchas más, rebosantes de bolas
de papeles escritos a tinta negra con letra menuda. Un día tuvo el
humor de poner un letrero en el frontal de la primera aclarando:
OBRAS
COMPLERTAS Y ARRUGADAS.
A
pesar de todo no se atrevía a desprenderse de ellas, ya que, de vez
en cuando, cogía un puñado al azar y lo llevaba a la dirección del
periódico donde le pagaban el artículo sin mirarlo. Exhibía un
estilo original en el que mezclaba asuntos eruditos con creaciones
fantásticas sin fundamento. Cuando al atardecer volvía con el
salvoconducto como llamaba al dinero que recibía, pasaba frente a
una panadería regentada por una antigua amiga que, dejando la tienda
en manos de la empleada, se iba con él al cuarto donde pasaban la
noche gozando de sus misterios. El de ella consistía en una
inagotable capacidad sexual y el de él en saber corresponderla. Como
no tenía baño, por la mañana se iban juntos a la parroquia donde
el cura los dejaba ducharse siempre y cuando el escritor se aviniera
a oficiar de monaguillo a la antigua usanza. La amistad venía de que
un día de hace muchos años el sacerdote se le acercó por la calle,
viéndolo educado y limpio, para pedirle que le acompañara a la
cárcel donde iba a decir misa y no tenía ayudante. A pesar de ir a
jugar un partido de balón mano, el muchacho accedió a ejercitar un
rito en el que ya no creía. Y así se lo dijo mientras se acercaban
a la histórica prisión de Torres Bermejas. Al cabo del tiempo se
volvieron a encontrar y el prosista le recordó el favor de antaño
solicitando la compensación de una ducha liberadora tras una noche
de regocijo. Al cura le pareció bien y le exigió el complemento de
la ayuda a misa. Terminada la cual pasaban a la sacristía donde
tomaban chocolate con churros atendidos por el ama que, a su vez, era
barragana del canónigo.
- Me gustaría que esta nochebuena me ayudaras en la misa del gayo
- Ya sabes -hacía mucho que se tuteaban- que a mí no me gustan esas cosas.
- Pero tienes que socializarte -le reprendió el clérigo- estás dejado de la mano de Dios.
- ¡Pero bueno! -exclamó el escritor- ¿a qué viene eso ahora, si tú mismo no crees?
- Una cosa es creer y otra practicar -dijo sin inmutarse el representante de Dios en la Tierra- yo cumplo con el rito, no como los que se dicen creyentes y no practican.
- Pues yo ni creo ni practico -terció el monaguillo- bastante hago con acompañarte de vez en cuando.
- A propósito, ¿cómo hacéis para poneros de acuerdo siendo Carmen una mujer casada?
- Mire usted padre, como sé que no es un reproche le diré que el día que mi marido tiene guardia coloco una rosca en el escaparate nada más abrir para que éste la vea cuando sale a sus caminares. En seguida da la vuelta, coge el artículo y se va al periódico. Con el dinero compra una botella de vino para la cena que yo llevo y un paquete de marrón glasé que nos encanta de postre y eso es todo.
- A ver si lo convences para que esta nochebuena me ayude a misa.
- Haré lo que pueda.
Como tenían
convenido, la panadera salía por una puerta y él por otra,
acompañado casi siempre por el cura. A veces se cruzaban con el
marido de Carmen que pasaba por la panadería antes de ir a dormir.
En esas cosas yo no me meto, le dijo el religioso ese día, porque me
falta convicción, pero no pierdo la esperanza, continuó antes de
despedirse, de que aparezcas en la misa del gallo. El escritor se fue
a sus asuntos sin olvidar la insistencia de su amigo que el día
señalado estuvo pendiente de la puerta de la iglesia por si veía
entrar al literato. Perdidas las esperanzas se fue a dirigir los
oficios que empezaban a eso de las once con una visita al portal de
Belén instalado en la nave central del templo y que era el orgullo
de la feligresía. Al aproximarse al nacimiento vio una rosca de pan
colgada de la estrella de los Reyes Magos iluminando la verdadera
noche buena que estarían pasando los amantes.
CIRANO
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