No le había dado mayor
importancia el padecer cefaleas con bastante frecuencia, en especial
porque tomaba un analgésico corriente y cedía con rapidez. Decidí
que padecía de sinusitis y que debía practicar lavados nasales para
corregir semejante engorro. Años después y en pleno fragor de mi
actividad laboral y de responsabilidad, decidí que ya no tenía
sinusitis, y que las cefaleas se debían al estrés, condicionando
por lo que se llama cefaleas de acúmulo. Tomé un ansiolítico común
y mejoro algo pero me sentía sin fuerzas y aburrido, así que volví
al analgésico y dejé la pastilla que afectaba mi toma de
decisiones. Ya en la madurez dejé de darle importancia a mi
patología y tomaba lo que necesitaba, a saber más analgésicos.
Pero cuando supe por la prensa que un famoso escritor de Cataluña le
habían tenido que hacer un trasplante de hígado por abuso del
paracetamol me asusté y dejé todas las medicinas. Y así, con mi
habitual jaqueca conviví hasta que descubrí la nueva teoría, el
origen estaba en el ruido.
Mis amigos se enfadaban
cuando divirtiéndonos en la tertulia comenzaba a mover mi cuerpo
por cierta inquietud, me levantaba para tomar el aire, y después
de un rato volvía a incorporarme a la reunión. Yo sentía
aturdimiento y bastante desasosiego y me costaba trabajo mantenerme
bajo el elevado nivel de ruido que usamos en nuestras tertulias.
Cuando descubrí que se debía al ruido, decidí observar con
detenimiento como se generaba, en que momento se producía y como se
podía corregir tanto por mi como para los demás. Decidí así pues,
tomar medidas y la primera fue colocarme unos tapones en los oídos,
pero como parece evidente me provocaba un gran aislamiento y no
deseaba acudir a nuestras habituales charlas. La siguiente medida fue
realizar las tertulias en un lugar abierto, pero como parece evidente
no todos querían sufrir pulmonías por el frio o por la ausencia de
aire acondicionado. Así que empecé a no acudir a las reuniones,
pero era algo que no deseaba, porque eran mis amigos desde pequeños
y me divertía su convivencia. Me quedaban pocas alternativas y usé
como último recurso el pedir a mis contertulios bajar el tono de voz
y realizar las reuniones en un lugar poco frecuentado. No fue fácil
bajar el tono de voz, pero conseguí que todos los componentes
aceptaran educar el el nivel de fonación, que progresivamente
bajaría de nivel con el analizador digital que me presto el
departamento de Neurociencia. La segunda medida fue obviar temas
conflictivos y de charla apasionada, solo uno por tarde. El tercero
por el momento sería nada de alcohol ni cigarrillos. El cuarto
apartado, fue que me apartaron de asistir a la charlas y volvieron
según me contaron, a la algarabía y al griterío colectivo. Me
dediqué a la lectura.
INDALESIO

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