La
confianza es condición imprescindible para la convivencia, tanto
como el aire que se respira. Los pueblos se dejan gobernar en paz
cuando se fían de sus políticos. La democracia se basa en el
crédito que los electores otorgan a los candidatos a través del
voto. Cuando no se acierta a reconocer quién merece que se le confíe
el gobierno de la cosa pública (res pública) se llega a una
situación crítica de confusión y desencanto. Esto que es malo para
la mayoría, es terreno ideal para que los mangantes hagan su agosto,
y así se está viendo. A mí me da la impresión de que el principal
problema de España en estos momentos es que grandes cohortes de
población no confían en las personas que las gobiernan o que
pretenden gobernarlas.
Es
evidente que las sociedades suelen estar partidas en dos bloques de
opinión enfrentada; por eso los diputados se sientan, desde la
Revolución Francesa, a la izquierda o a la derecha en el hemiciclo.
Esa segmentación que traspasa las clases sociales parece asentarse
sobre funciones endocrinas más que corticales. He leído en un
periódico que hace tiempo perdió el carisma de progresista, y por
pluma de un columnista tenido por sensato que la “cuestión rusa”
depende del arrastre sentimental que todavía ejerce el largo periodo
de dictadura soviética sobre la población. Aplicando este argumento
a la “cuestión española”, que se supone pasó de autócrata a
democrática de la noche a la mañana, ciertas cosas adquieren
sentido. Ese mecanismo explicaría la querencia fascista de tantos
jóvenes afiliados a la derecha cerril que nos gobierna y su afán
por defender, por ejemplo, la legalidad del Valle de los Caídos o la
permanencia de nombres de militares, asesinos probados, en el
callejero; por no hablar de la poca sensibilidad que muestran hacia
los cadáveres de los republicanos abandonados en las cunetas.
Cuando
se pierde la confianza en algo, sea persona, animal o cosa se le
retira el trato como primera diligencia. Pero eso no es posible en
política por falta de alternativas y porque la abstención beneficia
al contrario. La mala praxis instalada en este país te pone en el
brete de tener que elegir entre lo malo y lo peor. Las encuestas
muestran que los españoles confían más en la institución
religiosa que en la gobernante, aunque practiquen menos el rezo que
el ejercicio del voto. Los católicos del PP supongo que saben que el
pecado es una infracción moral personal e intransferible y que por
muchos pecadores que se condenen no se agotarán las llamas del
infierno. Así que airear tramposos no quita responsabilidad ni exime
de culpa, sino que, más bien, es una ofensa a la justicia a la que
se le debe exigir que sentencie según el pecado y no el pecador.
Me
figuro que en sus cónclaves de tan solo hace un mes estos emergentes
valores de la derecha pujarían entre si alardeando de tener más
másteres que nadie, mientras que ahora lo hacen señalando los que
han borrado del currículum. La palabra máster o maestría puede que
tenga algo que ver con el mester, poética medieval interpretada por
juglares para entretenimiento de los nobles. Había también un
mester de clerecía ejercido por el clero que usaba la cuaderna vía
para mantener y enriquecer el culto. Mientras los intérpretes de
ahora deciden la vía por la que se escabullen, si de juglares o de
frailes, los paganos nos vemos en la tesitura de tener que elegir
entre pícaro y truhan sin confiar en ninguno. Triste dilema para
quien cumple son sus obligaciones ciudadanas.
CIRANO
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