Había un médico en el
otro hospital que lo primero que hacía al llegar al trabajo, muy de
mañana, era ir al retrete donde se supone que descargaba junto con
los desperdicios digestivos la tensión que acumulaba en su
domicilio. Por lo visto, la relajación no le venía vía doméstica
sino profesional. Era menudo e inseguro, se pasaba el día dando
vueltas de un lado a otro porque el cargo que ostentaba se lo
permitía. Volvía tarde a casa cansado de no hacer nada. La gente
sabía que era un inepto, él también, pero todo el mundo se
comportaba como si tomara decisiones o tramitara asuntos. No obstante
tenía la mesa de su despacho llena de libros y papeles, recordaba la
que el dictador utilizaba como trinchera. Solo servía para resolver
los problemas que llegaban resueltos. Último toque. Era ferviente
católico, o al menos así lo decía él, afiliado a la secta
incómoda con la parábola del camello y el ojo de la aguja, de la
que se valió para ganar la cátedra de Escaqueología. Tímido y
escurridizo no era el único que se relajaba al calor del segundo
hogar. No digamos los protegidos de las Hijas de la Caridad que
regentaban la enfermería con abnegación. Un jefe de servicio ya
mayor desayunaba todos los días, incluido festivos tras asistir a
misa en la capilla del centro, en la séptima planta donde la
comunidad tenía su habitación y el capellán sus reales. No se sabe
si también hacía de vientre como su colega, pero era evidente que
llegaba aliviado al despacho.
Los médicos creyentes
con título obtenido en facultades de medicina y no en escuelas
parroquiales aducen objeción de conciencia para no prescribir
tratamientos paliativos a enfermos terminales ni recomendar
preservativos a la juventud. Por muy absurdo que parezca, la ley
permite esta manera de eludir responsabilidades. No es bueno mezclar
moral individual con asuntos públicos como tampoco lo es embadurnar
de política y de negocio la sanidad.
Es posible que el rasgo
más significativo de los hospitales en el momento actual sea el
formalismo profesional en contraste con la familiaridad que reinaba
no hace tanto. El descontento de los trabajadores empezó cuando se
introdujo el nuevo modelo de gestión y no porque les asustara el
trabajo sino porque se enturbiaron las relaciones. Por regla general
los profesionales sanitarios conservan buen recuerdo de su trabajo a
pesar de los momentos difíciles que se pasan. Eso puede que dependa
de que hacen lo que les gusta respondiendo a motivaciones
vocacionales. A los mayores nos extraña comprobar el mal ambiente
que se respira en el mismo hospital donde trabajamos con ilusión y
no creo que sea solo cuestión de la edad.
Los hospitales no son
hoteles como predican los liberales. Tan disparatado me parece el
símil que no voy a perder tiempo en refutarlo. Tampoco son fábricas
o empresas de servicios. En los hospitales se desarrolla la
solidaridad que puede que sea la cualidad que más ayuda al progreso
de la especie humana. Cuando muera el jumento que se está
acostumbrando a no comer vendrán los lamentos. Los gestores
sanitarios actúan como las moscas que intentan salir por la ventana
sin percatarse de la impenetrabilidad del vidrio. Chocan una y otra
vez con el cristal esperando que se deje traspasar sin romperse ni
mancharse. Actúan como los mayordomos que adoran al señorito porque
les permite quitarle las botas. La política neoliberal asume el
papel de lacayo del capitalismo con tanto celo que no le importa
entregar el pan de hijos ajenos sin darse cuenta que a continuación
le exigirán el de los suyos.
CIRANO

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