Debía ser mármol de calidad superior porque se le veía pocas impurezas en su color banco, y como era una superficie de unos noventa metros cuadrados, tenía una luminosidad grandiosa en el conjunto que formaba con la casa, que lucia un color rojizo por los ladrillos. Ocupaba la parte delantera de la mansión, y desde ella se dominaba una impresionante vista de toda la bahía de la ciudad, que estaba abierta al sur.
Era el lugar de entrada para la puerta principal de la casa, a la que se accedía por unas escalerillas de no más de diez peldaños, a derecha e izquierda. En su parte delantera terminaba con una barandilla sujeta por unas columnas rematadas con macetones, plantados de cactus y cuidados especialmente por mi padre que los adoraba.
A la derecha de la terraza, hacia poniente, se encontraba el jardín, algo más pequeño y lleno de preciosas plantas tropicales, que le daban un colorido que envidiaban nuestros vecinos. Una enorme palmera daba sombra al jardín y sus ramas llegaban hasta el ángulo que formaba la terraza sobre el jardín.
Desde esta atalaya pase mi infancia, y mis ojos se contagiaron del azul del mar, del vuelo de las golondrinas, y del marrón de las nubes del otoño. Desde allí podía ver si mis amigos jugaban en el llano a la pelota. Observaba si el coche de mi padre subía las empinadas cuestas con su runruneo particular y tenia que ir para abrirle la puerta del garaje, para que no precisara bajarse del auto. Desde allí miraba la salida de los barcos del puerto y como se perdían en el horizonte.
Muchas costumbres de mis vecinos las observaba desde mi privilegiado mirador, la parsimonia de Erika cuidando sus plantas, los paseos de Doña Mercedes acompañando a su hermano de pelo blanco y mente también en blanco; y las disputas de Doña Maruja pidiendo auxilio para sus hijos. También aprendí lo que significaba la miseria, sobre todo para los demás, viendo la vida de María , que vivía en un garaje con sus seis hijos chillones y su beodo marido, y que a duras penas cada día comía, por la caridad de los vecinos.
Asimismo fue el último sitio desde donde mire la ciudad antes de que mis padres se mudaran a otro barrio y a otra vida, y marcara la frontera de mi madurez.
En esta imponente terraza desperté a muchas sensaciones y a la vida real porque la terraza me salvo la vida y merece un justo agradecimiento.
No tendría mas de ocho años , cuando mi hermana me trajo un obsequio de su viaje a Francia, se trataba de un coche no muy grande con las ruedas traseras unidas a un mecanismo que le impulsaba al hacerlo rodar hacia atrás, aquello era novedoso y lo conserve muchos años como reliquia . Mi lugar preferido para hacerlo correr era como puedes imaginar mi fantástica terraza; por ella conseguía que mi coche corriera sin detenerse y sin tropezar con obstáculo alguno, dando pequeños saltitos en la unión de las gastadas planchas de mármol. Conseguí recorrer toda la terraza, más de quince metros con un solo impulso.
Cada día después del almuerzo, cuando mis padres dormían la siesta, y dejaban a sus hijos en los mismos menesteres, yo salía con sigilo y me tendía en el caluroso mármol, para hacer rodar mi coche e imaginarme su conducción por amplias avenida y polvorientas carreteras. Aquel lugar me atraía, no solo por lo imponente de la pista donde se deslizaba mi coche, si no porque el calor que despedía el duro mármol me producía una sensación de bienestar que me excitaba. Por mis piernas desnudas con los pantalones cortos, sentia el fuego que despedía el pulido suelo y notaba una zozobra en el vientre que provocaba un endurecimiento de mi ignaro pene, junto a un sentir de satisfacción que solo entendí años mas tarde.
Con mi pequeño coche pasaba las horas, hasta que sospechaba mis padres comenzaban a movilizarse dentro de sus habitaciones, entonces yo desaparecía en el interior de la casa, hasta llegar a la biblioteca, donde se suponía debería permanecer. Alguna vez mi madre alarmada por el color de mi piel, me advirtió que debería de protegerme del sol, e incluso me ponía crema protectora, pero ignoraba mis permanencias en la terraza cuando el sol estaba en su cenit.
Aquel verano fue algo distinto de los demás, porque mi amigo de juegos y fantasías, habia ido a tomar las aguas y el reposo en las cercanías de la Sierras de las Nieves, así que me encontraba bastante solo para mis juegos. Mis hermanos ya pintaban diversiones algo distintas, y solo tenia la compañía de uno de mis hermanos, que tenia un padecimiento de rodilla que le obligaba a un reposo permanente.
Mis padres para que fuera más llevadero el obligado descanso articular de mi hermano, le pusieron en el jardín un camastro que le permitiera soportar la canícula tan enorme que castigaba ese año. Junto a su camastro me sentaba yo en una silla y mesa baja, esperando que mi hermano me diera una cuartilla para poder pintar caballos, que me salían muy bien y siempre recibía elogios por su ejecución, así como algún caramelo que me endulzara el largo día.
Cuando el sol llegaba a la altura del camastro, mi hermano recogía sus pertenencias y entraba en la casa. Solía coincidir con la hora de la llegada de mi padre, y yo le esperaba impaciente en el jardín, para abrirle el garaje y acompañarlo al interior de la casa. Cuando terminaba de almorzar con todos sus hijos en derredor, era cuando yo con precaución me deslizaba a la terraza de mis sueños.
Cierto día ventoso, mi hermano se encontraba incomodo por la dificultad añadida que suponía mantener los papeles en orden, y decidió acortar su estancia en el jardín, me pidió avisara a mi madre para que le ayudara en su limitada actividad física de desplazarse, y entre ambos lo trasladamos al interior de la casa. Antes de abandonar el jardín, mi madre me pidió que me quedase en el camastro para la siesta y que permaneciera en el, hasta concluida la hora de reposo, en que ella vendría a recogerme.
Nunca solía desobedecer las órdenes de mis padres, pero aquel día no podía dejar de añorar mis juegos con mi coche y sentir el reconfortante sol que me calentara las seseras. Esperé el silencio dentro de la casa y me dirigí hasta la escaleras de la terraza, desde allí comencé a deslizar mi poderoso juguete tendido en el cálido mármol, buscando mis sensaciones y mis fantasías.
El día no era bueno y el viento depositaba restos de tierra sobre el blanco mármol, que hacia variar la dirección del auto, y me irritaba los ojos, hasta que incomodo decidí abandonar el juego y tenderme en el camastro.
Cuando me sacudía los pantalones y me dirigía al jardín, sentí una fuerza enorme que me retenía y casi me empuja a sentarme en la escalera. No entendía aquello e incluso hice ademan de levantarme, pero rápidamente comencé a sentir el cosquilleo en mi vientre junto al endurecimiento de mi sexo y quede atrapado por aquella sensación. Me recosté sobre la pared y cerré los ojos.
Una enorme detonación se oyó en el jardín, unido a una nube de polvo que todo lo envolvía. Permanecí sentado aún algo sorprendido y sobre todo desconcertado por el estruendo, hasta que oí a mis padres saliendo de la casa y llamándome por mi nombre.
Cuando la nube de polvo desapareció, con mi madre abrazada a mí, nos asomamos al jardín y pudimos ver como el camastro habia desaparecido bajo una infinidad de tejas y escombros, desprendidos del alero del tejado que golpeaba las flexibles hojas de la palmera.
El cuento de la terraza atribuye a la fatalidad el compromiso protector del ángel de la guarda que, concentrado en salvarle la vida, deja abierto el flanco de la concupiscencia. Pero relatar que un chico se crezca con el mero calor del pavimento no debe sorprender; lo reseñable sería convencer de que a estas alturas se sigue levantando por tan poca cosa.
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