La virginidad conceptúa
a aquello que se mantiene inalterable desde su origen. Su acepción
funcional nos habla de un mérito o virtud no mancillada de grado ni
por fuerza. Desde el punto de vista religioso se centraliza en las
relaciones sexuales y está simbolizada en la figura de la Virgen
María cuya propiedad virginal es inmarcesible y acapara su
mariología sin contemplación de ninguna posibilidad de excepción
ni en el caso de su concepción que también es virginal.
Muy parecida es la
conceptuación desde el punto de vista real porque la realeza emana
de lo divino o al menos de lo sagrado, pero aquí no se refiere a la
relación sexual, sino a todo lo demás en que se considera a los
reyes inviolables, es decir, inviolables para todo y también con
carácter inmarcesible, permanente, sin fin, o más claramente sin
excepciones posibles.
La organización de
nuestro estado democrático no pudo contemplar la involucración de
los poderes sagrados en el organigrama de la jerarquización estatal,
al estar estos situados por encima de nuestra capacidad jurídica. En
el caso de la Iglesia posiblemente por tratarse de otro estado
independiente totalmente de nuestra constitución. En el caso de la
realeza, reinstaurada ya por cuarta vez, no parece que sea
independiente de nuestra constitución porque continuamente tropieza
con ella.
Y si se producen
constantemente situaciones de conflicto quiere decir que las
relaciones entre ambas instituciones, la constitución y la monarquía
(¿o la monarquía y la constitución?), no están plenamente
resueltas ni articuladas. O bien la constitución democrática no ha
sabido implementar un elemento inamovible como es la monarquía en un
ente en donde hay que votar periódicamente a todo el mundo, o bien
la monarquía no ha sabido o no ha querido integrarse en un ente
democrático en el que hay que revalidarse también periódicamente.
Desde el punto de vista
de cualquier ciudadano, no versado en leyes, las relaciones del rey
con nuestro estado adolecen de imperfecciones de origen,
incomprensiblemente no solucionadas a lo largo de los muchos años de
restauraciones. Puede que nuestros legisladores, o en este caso
nuestros constitucionalistas, hayan pecado de falta de capacidad o de
visión pese a ser conocedores de nuestra historia pasada y presente,
lo que debiera haberles permitido intuir el futuro.
Siguiendo pues el
paralelismo con lo sagrado, en lo que se espeja la monarquía,
recordemos que el 18 de Julio de 1870, en la cuarta sesión del
Concilio Vaticano I, a cuyo frente estaba Pio IX, se declaró sin
ambages la infalibilidad de la Iglesia como única forma de
contrarrestar el laicismo imperante, declarando verdades irrefutables
los dogmas que el racionalismo trataba de desentrañar.
De la misma forma el
cuerpo de letrados de las cortes españolas, cuerpo ignoto para la
mayoría de los ciudadanos, se ha declarado, a la manera de los
antiguos profetas bíblicos, como único y verdadero intérprete de
nuestra constitución resolviendo, por encima de cualquier otra
instancia constitucional, que la inviolabilidad del rey es inmutable
e inamovible, por los siglos de los siglos.
ATENEO LIBRE
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