Parece
haber consenso científico en aceptar que la humanidad atravesó un
“cuello de botella” durante la última glaciación acaecida hace
unos cien mil años. La confirmación de estas estrecheces se deduce
del genoma del orangután que resulta ser más diverso que el humano.
En lo que no acaban de ponerse de acuerdo los expertos es en el
número mínimo de individuos a los que se llegó que algunos
consideran que fueron tan pocos como seiscientos. Si se tiene en
cuenta que Noé fue capaz de embarcar una pareja de cada una de las
especies conocidas, la humanidad entera de aquellos tiempos lo podría
haber acompañado en su Arca, así como caber en un crucero de los
que aparcan en nuestros caladeros turísticos, huir agolpada en un
barco de migrantes o formar la tribu que vegetó feliz en el Paraíso
antes de que le entrara el gusanillo del conocimiento. Especular
sobre la posibilidad de que todos descendamos de unos pocos cientos
de personas puede ser sugestivo ya que el grupo debió ser en un
principio compacto y bien avenido.
No
es descabellado pensar que, al finalizar el período del frío, se
mantuviera vivo el recuerdo de un inicio lleno de dificultades porque
la casi extinción tomó al Homo sapiens en un estado intelectual
similar al presente. Por supuesto que en ese largo periodo helado el
hombre utilizaba el lenguaje (al
principio fue el verbo)
y ciertas habilidades técnicas, además de manejar el fuego y
demostrar sensibilidad artística. El renacimiento de la especie
ocurrió a partir de unidades bastante parecidas a lo que somos
ahora, pero seguramente, no tan malvadas.
Según
los datos que manejan los investigadores la salvación se produjo por
el ejercicio de la generosidad y colaboración de la mayoría. No hay
duda de que habría algún listillo egoísta dedicado a chupar rueda,
pero su incidencia en el conjunto debió ser despreciable ya que se
impuso el interés general y la cooperación. Si se salió de pozo
fue por altruismo necesario que es el último recurso de la
desesperación inteligente. La desgracia fue que cierta semilla
perversa fructificó hasta llegar a convertirse en la plaga que hoy
amenaza con volver a reducirnos a la mínima expresión, esta vez por
calor. No me figuro que estando al borde de la extinción aquella
sociedad matriz tuviera que soportar conflictos más allá de los
derivados de la distribución de alimentos o mujeres. Pero si se
piensa que tuvieron que refugiarse en las costas cálidas donde había
pesca abundante, se puede imaginar el desarrollo del carácter sereno
que transmite la mar.
Es
de suponer que los seiscientos no conformaran un único poblado, sino
que estarían repartidos en pequeños grupos a lo largo de la costa,
lo que facilitó el nacimiento de costumbres y culturas diferentes.
Allí nacería el germen de los hombres de buena voluntad y de los
malvados, de los pacíficos y de los agresivos, de los honrados y de
los ladrones, de los justos y de los mentirosos. También estaba todo
lo bueno, bello y hermoso que sostiene la convivencia. Apelar a estos
sustratos es optar por la concordia. Nuestros segundos padres no
pecaron como maldice la Biblia, fueron capaces de sacar adelante la
especie con esfuerzo y compromiso. Hay que sentirse herederos de la
esperanza y no del castigo. Se salvaron y nos salvaron porque se
esforzaron en luchar contra el ambiente. Ahora nos toca salvarnos
lidiando con el presente.
CIRANO
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