Cuando
Mefistófeles entró en el estudio de Fausto en forma de perro para
tratar los asuntos que le llevaron a preocuparse por el sabio, se
negó a salir si no era por el mismo hueco por el que había entrado.
La tozudez, un capricho del diablo, a la que alguna vez nos aferramos
es como el sentido del olfato: una reminiscencia de la época de
bestia. Con lo que se va sabiendo acerca del tiempo se supone que el
Universo se inició hace casi catorce mil millones de años. En ese
compás, la vida supone una fracción demasiado insignificante como
para empeñarse en querer salir por donde se entra, es decir, llevar
razón en algo. La inteligencia que el hombre asume como un
privilegio parece una ironía más de la Naturaleza. Mediante ese
artilugio se llega a la reflexión y a la arrogancia que funciona
como si lo que se es dependiera de la voluntad propia. El tiempo
tiene una cualidad fatídica que mata y otra amable que permite
vivir. Una tercera propiedad es su profundidad. Por mera condición
de vida se puede disfrutar del ser como si el espíritu ocupara el
Universo. Para eso no se necesita inteligencia, valor o belleza, con
alcanzarlo es suficiente. Se llame nirvana o éxtasis consiste en
identificar el tiempo con uno mismo suponiendo que se vive solo para
ese instante, sin desear ser interrumpido porque la serenidad nace
del interior.
La evolución
ha cometido excesos y ha olvidado detalles que una vez expresados en
el fenotipo resultan extraños. Por motivos difíciles de entender ha
concedido poder a quien no lo merece. Me refiero, por ejemplo, al
veneno concentrado en el colmillo hueco de algunas serpientes (lo que
perjudica a las mediadoras como la del Edén) o en las pinzas de los
escorpiones con las que pueden aniquilar formas de vida más allá de
sus necesidades de supervivencia. Tampoco se sabe muy bien por qué
ha dotado al hombre del lenguaje con el que lo mismo escupe maldades
que elabora poemas sublimes. Los filósofos y las religiones se
empeñaron en decir que había algo que iluminar con la linterna del
pensamiento. Ahora se piensa que no hay nada más allá de lo que la
ciencia sea capaz de interpretar; las preguntas gruesas de antaño
están hechas de engrudo que se disuelve en la razón. Si la biología
molecular ha logrado modificar el genoma humano, habrá que
aprovecharla como se aprovechó la pólvora o la imprenta: para bien
y para mal.
Más
lúcido me parece Don Quijote con su “yo sé quien soy”, que Dios
afirmando “yo soy el que soy”: cautela frente a poder. Lo de la
filosofía barata que expresaba respeto científico al filósofo va a
resultar ser una premonición, pues ese es el precio que se paga hoy
por la duda. Y eso que Don Quijote no lo sabía todo; por lo pronto
desconocía su genoma, algo que se llevará colgado en la solapa
dentro de poco.
Ha habido
quien ha tildado de apasionante la reflexión sobre automatismo,
cuando el texto elucubraba con frialdad sobre el reto al que se
enfrentan las próximas generaciones. La ironía es como una mariposa
que revolotea indecisa sobre el pétalo de néctar o de hiel, sin
aclarar donde acabará posándose. El sarcasmo, por el contrario, es
como el veneno de los reptiles que termina siendo más dañino de lo
que viene al caso. Parodiando al Marqués de Bradomín, diría que
Cirano es feo, ateo y sentimental, por mucho que alardee de racional.
CIRANO
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