La libertad,
según el diccionario de la RAE, es la facultad que tiene el hombre de obrar de
una manera u otra. Es decir, de elegir entre varias opciones: siempre que lo
dejen.
Los políticos
exigen sacrificio a los trabajadores porque el asalariado es dependiente, y no se
lo exigen a los empresarios porque el patrón es libre. Cuando se identifica
capitalismo con libertad, lo que se hace es defender la libertad del
empresario, asumiendo que el trabajador nunca va a ser libre en sus decisiones.
Por eso el comunismo no supone pérdida cuantitativa de libertad, ya que la
mayoría de la sociedad no es libre de decidir su modo de vida, sino pérdida
cualitativa para la limitada clase dirigente. Si la sociedad se rigiera por el
interés general y dejara de depender del beneficio de unos pocos, no se
subvertiría ningún principio de libertad. Al contrario, se rescataría el
derecho a decidir entre todos, el porvenir de todos. Lo que es incompatible con
la libertad, además del capitalismo, es la dictadura en nombre del
proletariado, el fascismo o cualquier modo de autoritarismo.
En 1885 el médico
húngaro Semmelweis
publicó los resultados de sus observaciones sobre la antisepsia y aunque
demostró que las infecciones puerperales disminuían un 70% con el simple hecho
de lavarse las manos, no le hicieron caso porque, aparte de su origen judío, se
hacía sospechoso al proponer tratamientos sencillos. La infección ideológica
que padecemos estoy seguro que se previene con simples enjuagues de
conocimiento. Nunca se ha ensayado un método sencillo
para sacar de la pobreza extrema a los habitantes de los suburbios de las
grandes ciudades y a los pueblos del llamado tercer mundo, ni se tiene el menor
interés en solucionar el problema de la incultura de las masas que se alimentan
de bazofia mediática. Los que llevan la libertad como bandera no entienden que
el progreso sería mucho más evidente sin el peso muerto de la pobreza y de la
incultura; que cuanto más elevado sea el nivel medio, más despejada estará su hegemonía. Robert Skidelsky, biógrafo de Keynes, recuerda
que una función prioritaria del presupuesto, hasta la llegada del thatcherismo
en la década de 1980, era alcanzar objetivos sociales. Y es que, una vez
desaparecida la URSS, no existe impedimento para volver al escenario laboral
que describe Dickens en sus novelas realistas. Quienes reclaman desde la
izquierda una política económica de tipo keynesiana deberían saber que en 1942
Keynes solicitó a la Junta de Salarios reducir los salarios de los trabajadores
más viejos: “La principal razón no es tanto la falta de habilidades como la
lentitud con que trabajan”. Aunque peor lo tenemos con Christine Lagarde,
Directora del FMI que llegó a la conclusión de que la crisis se solucionaría
con la eliminación de los viejos por improductivos y no con que ladrones, como
ella, dejaran de manipular fondos públicos.
CIRANO
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