CUENTO COMO EXCUSA

PUREZA ESPIRITUAL Y FLOJERA DE LENGUAJE




No se si el cuento de Birlibirloque se basa en una anécdota real o es historia imaginativa como todas las historias, pero yo aporto otra de corte parecido con todo lo fidedigno que puede ser un recuerdo. En los veranos de los sesenta, en Lanjarón componíamos un equipo de fútbol entre locales y veraneantes al que se unían algún estudiante de pueblos vecinos, como los hijos del médico de Órjiva e, incluso, miembros del clero como el párroco del Padúl, un buen jugador de medio campo pero cura dudoso que me contaba que aunque sentía vocación la tenía más por las mujeres. Acabaría saliéndose de los votos para casarse con una feligresa y dedicarse al negocio de la pescadería que tenía su madre, con lo que recorrió el camino inverso al que preconizaba el maestro: de pescador de hembras (hombres decía el profeta) se hizo vendedor de peces.
Como el equipo tenía cierto predicamento nos llamaban para amenizar las fiestas de algunos pueblos o nos retaban de frente sin más. Ningún verano nos perdíamos una gira por Castell de Ferro, La Herradura, Almuñecar y varios pueblos de la Alpujarra. En esta ocasión jugamos un partido glorioso en Ugijar, pueblo fundado por el mismísimo Ulises, donde ganamos por cinco a cero. Viajábamos en coches particulares y en la furgoneta de un panadero de Órjiva acondicionada para cargar ocho o diez jugadores. Pepillo, el chófer, nos obsequió en aquella memorable jornada con una espaldilla de bacalao y un pellejo de vino de la Contraviesa, un costa peleón que resultó insuficiente para diluir la sal de la mojama y compensar la pérdida de fluidos consecuencia de la calurosa tarde y del correteo por el campo. El caso es que nos vimos obligados a entrar en Cádiar para reponer fuerzas en un bar donde paramos a repostar. No se si es que nuestras mentes estaban turbias o si el local estaba mal iluminado, pero nos pareció oscuro hasta el punto que a un hermano mío se le ocurrió advertir que allí no se veía ni hostia. Al momento un parroquiano vestido de riguroso luto se nos acercó y con léxico que trataba de ser fino nos amonestó diciendo: ¡Aquí no se blasfemia! Nosotros que traíamos la algarabía revuelta empezamos a reírnos de aquel puritano que protegía la ortodoxia y atacaba el lenguaje hasta que se mosqueó y zarandeó a uno. Como equipo que éramos nos lanzamos en defensa de nuestros colores sin conocer a fondo las fuerzas del enemigo hasta que oímos que un mozo se asomaba a la puerta gritando como un poseso: ¡Le están pegando al alcalde! A la llamada se congregó el pueblo como si fuera atacado por los franceses. El revuelo que se montó fue formidable, el local oscuro como advertimos nada más entrar, se convirtió en una cueva porque una de las primeras sillas que voló por los aires acertó con la única lámpara que todavía parpadeaba. Si la pelea hubiera ocurrido en estos tiempos seguro que habría hecho furor en you tube porque siempre hay alguien con vocación de cámara que grava la escena. A lo que retengo, el jolgorio no desmerecería de la más violenta secuencia de las películas del oeste: las sillas volaban, las mesas estaban patas arriba y la sangre corría por el rostro de algunos, entre ellos, el alcalde.
Todo terminó cuando el sargento de la guardia civil arropado por dos o tres números nos conminó, pistola en mano, a deponer las armas al grito de ¡To er mundo quieto aquí! Escoltados por la guardia civil atravesamos el pasillo que nos hizo el pueblo como si nos agasajaran por la humillación a la que sometimos a la afición vecina; en el fondo la mayoría de ellos nos admiraba y no estoy muy seguro de que la torta que le partió la cara al alcalde no se la dio alguno de sus vecinos. Apretujados en un cuartucho esperamos a declarar ante el sargento. Uno de los nuestros que ya había terminado la carrera y era alférez de complemento se adelantó exhibiendo el carnet que lo acreditaba como oficial de mayor rango que el propio comandante en jefe del puesto. No se si esperaba que el civilón se le cuadrara, pero éste sin siquiera mirarlo a la cara, desechó las credenciales militares diciéndole: ¡Eso vale aquí menos que una perrilla en la puerta de un colegio, así que te lo puedes ir metiendo por el culo! Está claro que el alférez de secano desconocía la malquerencia que los patateros tenían a los oficiales de carrera y, mucho más, a los espurios que atajaban desde la universidad.
No todos los componentes del equipo fueron detenidos, los que no venían en coche oficial pudieron escapar y llevar la noticia a Lanjarón donde llegaron pasada la media noche, a nosotros se nos tomó declaración. Como cosa grave que era fue el sargento en persona quien se ocupó de hacerlo, de uno en uno, como manda el reglamento, asistido por un número que hubiera preferido cien veces solucionar el caso por las bravas en el bar que tener que enfrentarse a la Oliveti destartalada donde trataba de emparejar las copias con el papel carboncillo como si fueran gavillas de trigo mal atadas. La epidermis rugosa del escribiente me recordaba aquel chiste del gitano que antes de que le pegaran imploraba una cierta benevolencia: ¡Con la mano no, mi sargento, con la culatilla, con la culatilla!
Pasamos la noche del claro entero, toda turbia sin interferencias, declarando, leyendo y firmando, hasta que no sabiendo que hacer con nosotros nos dejaron en libertad. La del alba sería cuando no reunimos en el bar de marras para desayunar. Aclarados muchos conceptos nos visitó el suegro del alcalde, amigo y deudo de los de Órgiva, quien después de enseñarnos una pistola que llevaba en el bolsillo nos dijo que hubiera tenido mala follá que nos hubiera dado un tiro la noche anterior a alguno de nosotros por no saber quienes éramos. En esto empezaron a llegar los refuerzos. El primero que lo hizo fue mi padre acompañado por Don Remigio, magistrado del supremo al que acompañamos mientras se interesaba por el proceso, preocupado en que aquello no fuera a acarrear antecedentes penales. Mientras estaban en el despacho llegó un comandante de la guardia civil que se coló sin llamar y a renglón seguido el padre del extremo izquierdo con su hermano, coronel que era de la guardia civil, que subió las escaleras gritando. ¡Qué coño está pasando aquí! Al poco se mostraron todos en la puerta con rostro distendido rompiendo papeles; a sus órdenes mi comandante, a sus órdenes mi coronel, aquí no ha pasado nada.
De vuelta a Lanjarón, mi padre que no simpatizaba con la benemérita ni en pintura y al que le sobraban razones para renegar de mi, me amonestaba recordándome que iba por un camino que bordeaba la delincuencia. Don Remigio quitando hierro me echó un capote: No exagere Don Fernando, si viera usted lo que hay por ahí.

CIRANO

1 comentario:

  1. La historia que nos cuenta Cirano tan común en aquellos tiempos, tiene su prolongación en el tiempo aunque con matices distintos.El caciquismo es un fenomeno no desaparecido y tanto en la vida pública como en la privada se continua dando. Quiero desde aquí rendir homenaje a Don Fernando que tanta paciencia tuvo con su hijo y con sus muchos discipulos.

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