Es conocido el supuesto, prejuicioso y añorante, de que todo tiempo pasado fue mejor, que se alimenta de aquello que nos asegura que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer, sin que sea posible aseverar estas afirmaciones.
De los usos y costumbres que nos imbuyeron en nuestra infancia hasta los que practicamos hoy en día, existe una diferencia abismal: la dictadura ya no se refugia bajo palio, las calles han dejado de ser una prolongación de las iglesias, aunque persisten nombres e imágenes veneradas por doquier, y no es imprescindible saludar santiguándose o con el brazo en alto.
Los añorantes de estas costumbres se niegan a reconocer que el país ha cambiado y que efectivamente se ha liberado de una parafernalia hueca que nunca representó el espíritu ni la esencia de una tierra y unas gentes que, sometidas, no podían manifestar su libre albedrío ni su genio creador, porque detrás de las prohibiciones y las imposiciones permanecía amordazada la capacidad genuina de vivir y de expresarse ajenos a los moldes oficiales.
La excusa nacional-católica se escudaba siempre en que se hacía todo por el bien de nuestras almas, es decir, por la salvación del pueblo que era de Dios y de los dirigentes, sin echar cuentas en que ese pueblo no se encontraba feliz con ese Dios muy manejado por humanos, ni con esos dirigentes, y que lo mismo le apetecía más acogerse al amparo de otros salvadores más tolerantes y flexibles.
La evolución de las idea y de las costumbres nos enseña que existe un camino de cambio y de progreso que es inherente a la propiedad humana de remodelación y de avance de nuestras estructuras cerebrales según la capacidad de adaptación y mejora ante las circunstancias que nos rodean y que ello no tiene nada que ver con la violencia y la destrucción según los comportamientos ejemplares que nos proporciona nuestra historia.
De las cuatro veces, en estos últimos dos siglos, que los españoles han conseguido liberarse de la férrea protección real, sin recurrir nunca a la violencia, otras tantas ha debido de someterse a la restauración forzada, nada sibilina, de unas fuerzas protectoras que no han disimulado su empeño en ser más papistas que el papa, porque sobre todo esta última ha ejercido con tenebrosa eficacia sus ansias de congelar nuestra historia, atada y bien atada.
En esta ocasión postrera, la articulación del camino de retroceso ha pasado de las bravatas de mal gusto a cargo de jubilados sobrepasados, a la reelaboración de los signos y antiguallas antes de que sean definitivamente olvidados, convirtiendo los colegios en proyectos de cuarteles y prácticas pseudomilitares, y quién sabe si poco más adelante deberemos volver a utilizar la gabardina para poder ir a la playa.
El camino de vuelta tiene infinitas posibilidades pero la peor de todas es que tengamos que volver a contemplar la rehabilitación del mayor de nuestros fúnebres osarios como símbolo definitivo de abandono de cualquier otra aspiración vital que, sin mucho elucubrar, tiene todas las posibilidades de ser mejor que la que pretendemos dejar atrás.
LIBERTO
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