Cuando la veía tan
asentada en el cuarto de estar de la casa de mis padres nunca imaginé
que pudiera llegar a traerme esta desgracia. Me refiero a la
biblioteca que tenían más como decoración que como distracción,
porque no recuerdo haberlos visto abrir un libro ni yo osé ponerle
la mano encima. Cuando se casaron estaba de moda el salón biblioteca
y a eso se apuntaron. Compraron unas estanterías que encajaron entre
las columnas del paño largo de la sala y rellenaron los huecos con
libros, debajo de los cuales colocaron el sofá que caía frente a la
televisión que permanecía encendida una media de diez y seis horas
al día. Frente a la tele me daba el pecho mi madre y bajo su tutela
hemos desarrollado la personalidad mis dos hermanos y yo.
Cuando me casé, ya
mayor, y alquilé un apartamento de dos habitaciones no eché de
menos la biblioteca porque mi hogar se parece más a una casa de
muñecas que a una vivienda. Los muebles y accesorios son de
miniatura, la televisión es de veintitrés pulgadas, la nevera de
las de oficina y el ordenador portátil. El sofá cama que abrimos
por la noche tampoco da la talla. Con este cubículo ni nos
planteamos tener hijos porque entre otras cosas los trabajos
respectivos eran eventuales e íbamos tirando al alternarse los
contratos de cada uno como los latidos del corazón. Pocas veces
trabajamos los dos al mismo tiempo o estuvimos en paro simultáneo.
Eso ocurrió solo una vez en la que pudimos conocernos de verdad y en
consecuencia decidimos separarnos. Como ella salió mejor parada que
yo al ligarse a un tipo con empleo fijo, me quedé con el apartamento
que fue acumulando suciedad al tiempo que mi situación en la empresa
de reparto mejoraba, por lo que acabé usándolo solo para dormir y
lavarme.
La cosa se complicó
cuando los viejos murieron intoxicados en unas vacaciones del IMSERSO
y me dejaron de herencia la aspiradora y la biblioteca. Al tener la
suerte de vender rápido el piso tuve que llevarme los trastos en mi
propia furgoneta de la noche a la mañana. Pensando que un día de
estos me pondría a armarla porque me pareció un detalle fino tener
la casa forrada con libros coloqué las tablas por el suelo y las
cajas en donde pude. Cuando comprendí que nunca iba a ordenar
aquello llamé a una librería de viejo para que se llevaran los
libros aunque no me dieran nada por ellos. Me preguntaron sobre
materias y autores pero no les pude aportar datos porque no había
abierto una sola caja, así que decidieron venir una tarde después
de cerrar. La sorpresa y el bochorno fue comprobar que los libros no
tenían más que tapas, eran moldes de cartón con letras doradas en
los lomos donde decía El Quijote, La Celestina, que sabe Dios
quienes podían ser. Casi llegamos a las manos porque el librero me
trató de inculto y yo que no me corto por nada le pregunté si él
sabía cómo funcionaba el cárter de un coche y al decirme que no
también lo traté de inculto. Tú sabrás mucho de libros, le dije
en tono un poco bronco, pero no tienes ni idea de motores, así que
ya te estás largando sabihondo de pacotilla.
Como ha dado la
casualidad de que desde entonces la empresa ha triunfado y yo he
ascendido no he tenido tiempo de sacar toda esa porquería del piso.
Las mujeres que ahora con la pasta que manejo se me dan mejor no se
atreven a entrar allí y se quedan asombradas de que pueda vivir en
semejante antro. La última que invité con la que tengo buen rollo
me dijo tras una noche alegre a pesar de las estrecheces que ella o
los libros. Tan desesperado llegué a estar que una tarde que se negó
a quedarse les prendí fuego y se formó el follón. A una pareja de
ancianos que vivía en el piso de arriba no les dio tiempo a salir y
se achicharraron en el rellano. A mí me cayeron veinte años y en los
tres que llevo en el trullo me he aficionado a la lectura y también
hago mis pinos como escritor. He ganado un concurso de relatos de la
cárcel y me han hecho bibliotecario. ¡Quién lo iba a decir!
CIRANO
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